Dos filas de personas se forman frente al Reclusorio Preventivo Varonil Norte de la Ciudad de México. De 5:00 AM a 10:00 AM esperan a que el custodio abra la reja y los deje pasar. Mujeres, hombres, jóvenes y niños cargan grandes bolsas de mercado y cubetas llenas de comida, de las que se asoman chicharrones, bolillos, refrescos, tuppers y un montón de platos, vasos y cubiertos desechables. Los familiares tienen hasta las cinco de la tarde para convivir y comer con los prisioneros. Así sucede todos los días de visita: martes, jueves, sábado y domingo.
En una cárcel diseñada para mil 500 reos, hay más de 14 mil habitantes y sólo algunos son afortunados de contar con la comida que sus familiares les llevan de vez en cuando. Entre la comida casera que suelen llevar las personas hay caldo de pollo, arroz a la mexicana, pozole, pollo al achiote, salsas, cereal, huevo… Lo que sea es mejor que la sopa de cebolla (un caldo tibio de agua y cebolla), la carne de dudosa procedencia, la soya mal guisada, y otras comidas que, según testimonios de los familiares y amigos, son “cosas feas” con las que habitualmente se alimenta a los presos en las cárceles mexicanas.
Llevar la comida de la casa al comedor de la prisión cuesta. Los familiares con experiencia cargan monedas de cinco y diez pesos que van repartiendo en el camino hasta el comedor. Cinco pesos por pasar cada bolsa de leche en polvo o café soluble. Diez pesos para pasar una sartén, un plato, un cuchillo desechable de plástico o algún utensilio de cocina para que el reo pueda cocinar. Cinco pesos por cada día que se use un espacio en el refrigerador (por si a alguno le dejan comida para la semana) y si quieres meter una hornilla para que tu preso caliente su propia comida, te costaría hasta 500 pesos. Entre las “propinas”, el transporte, la comida, las tarjetas de teléfono y el efectivo que les dejan a los prisioneros para costear su supervivencia en esa enorme ciudad sin libertad, cada visita cuesta alrededor de mil pesos. Mucho dinero para la mayoría de las familias que sólo pueden ir cada quince días de visita.
Los familiares con experiencia ya saben que toda la comida debe ir en bolsas o tuppers transparentes, para que el custodio vea qué hay adentro y evitar que cucharen la comida con el mismo palo que usan para inspeccionar todo. Saben también que la fruta debe ir pelada y picada, que las uvas, la piña o el plátano no pasan, porque son frutas que fermentan y producen alcohol de forma natural (como si adentro no corrieran drogas peores), que los pasteles (para los de cumpleaños, por ejemplo) deben ir en porciones chiquitas porque si no, serán manoseados por los custodios, y que siempre hay que llevar más comida de la calculada, porque nunca falta a quien compartirle un taco. La cárcel está llena de personas que no existen para nadie afuera que les pueda llevar un consuelo en forma de comida.
Don Roberto, un señor que tiene 25 años yendo de visita, nos cuenta que adentro hay un food court con venta de hamburguesas, pizzas y otras comidas; negocios de los mismos prisioneros, aunque no todos pueden pagarse estos lujos. Otros nos cuentan que algunas veces los reos tienen que recocinar la carne cruda que les dan en el comedor.
No sabemos con certeza qué comen los hombres que viven dentro del Reclusorio Preventivo Varonil Norte de la Ciudad de México, pero estamos seguros de que los días de visita para ellos, son los días más esperados de la semana porque es el momento en el que pueden probar un bocado que les sabe a hogar.
FUENTE. EXCELSIOR