La La Land es una película que vale mucho la pena. Una de las mejores películas del año, sin duda, pero víctima del sensacionalismo, la marea publicitaria y ha encajado perfecto en los espectadores que finalmente son amantes de la nostalgia.
¿Pero si las generaciones de hoy no vivieron el auge de los grandes musicales? Lo que ha hecho su realizador Damien Chazelle ha sido unir su fanatismo a las emociones pop; nos ha regresado, de una forma encantadora, el viejo truco de la historia de amor, y en su camino se ha dado el lujo de rendir homenaje a muchas de sus influencias artísticas como Bailando bajo la lluvia o Los paraguas de Cherburgo.
Cuando Damien Chazelle era un adolescente, en su vida había dos pasiones: soñaba dedicarse al cine y era un entusiasta baterista de jazz. Aquel joven había decidido. En su paso por la Princeton Hight School tomó clases con un profesor de jazz que se encargó de hacerle ver que no es lo mismo tener pasión que talento. Entonces cambió de planes, el séptimo arte se convirtió en su forma de vida y, al mismo tiempo, encontró en él una forma de exaltar su fascinación por la música.
El director ha reconocido que Whiplash es una película hecha con rabia, ya que antes de rodarla él tenía en mente un proyecto más noble. La La Land era una película que llevaba 10 años planeando y tuvo que posponer debido a que no había productor que invirtiera en un musical. Con los fondos recaudados del éxito de Whiplash logró llevar a la pantalla grande La La Land en 2016, primero en el Festival Internacional de Cine de Venecia, de ahí al mundo entero y ahora es la película que más premios ha ganado en la historia de los Globos de Oro.
Mia (Emma Stone), una aspirante a actriz que trabaja como camarera, y Sebastian (Ryan Gosling), un pianista de jazz que se gana la vida tocando en sórdidos tugurios. Se enamoran, pero su gran ambición por llegar a la cima amenaza con separarlos. Éste es el argumento de la historia, que dentro de sus pecados está un inicio que, pese a su plano secuencia detallado, no aporta nada en la cinta.
Con este filme, Chazelle se confirma como un cineasta que utiliza el lenguaje cinematográfico para crear emociones en el público, que sabe tocar las pulsiones y que maniobra con elegancia la música. Con este filme además se muestra más ambicioso que nunca en comparación con Whiplash, pero desde el preciosismo. Ya no muestra su rabia como lo hizo en ese filme en que brillo J.K. Simons, sino que despliega su desconsuelo y anhelo sobre la ensoñación.