Javier Valdez consideraba que los periodistas enfocaban con deficiencia la información sobre el narcotráfico.
“Estamos contando muertos únicamente”, dijo al presentar el libro Narcoperiodismo (Penguin Random House, 2016) en la Feria Universitaria del Libro UANLeer, el pasado 17 de marzo.
En el recinto de Colegio Civil, el periodista y escritor sinaloense asesinado este lunes en calles de Culiacán, demandaba a los comunicadores trascender el reporte de los fallecidos en la guerra por el narcotráfico y buscar las causas del horror y los cimientos de la industria criminal.
En Narcoperiodismo, Valdez se ocupa de entrevistar a los periodistas para que sean ellos los que expliquen cuál es su sentimiento al cubrir la información relacionada con la delincuencia organizada, un fenómeno que tiene espacio en las órdenes de trabajo diarias de todos los medios nacionales.
Al reportear a los reporteros” abre una ventana para que los integrantes del gremio puedan expresar el sentimiento de terror, impotencia, asombro, miedo y hasta de abnegación que experimentan cuando tienen que llevar a las mesas de redacción notas y reportajes sobre los narcos.
El texto es como una bitácora de sus propias experiencias, un enorme cuestionario planteado a sus camaradas para entender, a través de quienes son como él, cómo impacta en el gremio el poder de la delincuencia en la vida cotidiana y pública de México, los medios incluidos.
Valdez se entrevista con reporteros de prácticamente toda la geografía nacional quienes, de manera unánime, le expresan que cubrir la nota policiaca en estos tiempos “es una chinga”, por el riesgo enorme que significa publicar notas que hagan alusión a nombres de mafiosos, de cárteles, de empresas ilegales.
Los ejemplos más claros que expone son los de Tamaulipas donde, como refieren reporteros de ese estado, en algunas redacciones los directores reciben órdenes directas de los criminales que les indican, como si fueran jefes de información, las notas que pueden ser publicadas y hasta su jerarquización en las páginas.
Pero no sólo en aquel rincón noreste de la geografía nacional hay silencio forzado. Quien fuera corresponsal de La Jornada sostiene en el libro que son objeto de narcocensura prácticamente todos los medios de comunicación, chicos y grandes. También han sido silenciados, bajo amenazas y coerciones, comunicadores renombrados y de bajísimo perfil.
En las reseñas que publica en Nacoperiodismo, algunos periodistas dan sus nombres y otros hablan desde el anonimato. Entrevista a colegas de La Laguna, Guadalajara, Veracruz, Reynosa, Culiacán, Ciudad Juárez, entre otros, originarios de ciudades donde más se concentra el miedo para ejercer el oficio.
Al escribir estas páginas, Javier trata a todos sus compañeros de oficio como víctimas. Los comprende porque él también se ha sentido amenazado.
Silenciados, autocensurados, asilados…
El autor conversa con los reporteros silenciados, con los que han padecido muertes de familiares comunicadores y los que han tenido que huir del país o pedir asilo en el extranjero junto con sus familias, porque sus vidas corrían peligro en México.
Un reportero que hace coberturas por los estados del Pacífico, refiere que termina agotado la jornada de 18 horas. Considera la sobrecarga laboral como otra forma de censura impuesta por el patrón quien le permite, únicamente, cubrir los eventos que le asignan los jefes y que son, principalmente, relacionados con actos oficiales, como si estuviera en la sección de Sociales de la política.
“Es como si te dijeran, porque a eso te orillan: ‘si quieres hacer periodismo, hazlo en tu tiempo libre’”, dice el abrumado comunicador quien a diario siente el impulso de generar temas, aunque el cansancio le impide aterrizar los planes.
Con un refinado estilo literario, en las páginas de Narcoperiodismo recuerda el caso de un reportero encargado de las notas policiacas de un diario de Culiacán. A él “le pagan por muerto”, sin ser sicario. Como fotoperiodista, le dan una cuota extra por difunto publicado.
Se había convertido, en palabras de Valdez, en un “gatillero del periodismo, zopilote de la fotografía y la sangre, buitre del clic de su Cannon, sepulturero de la información, panteonero de todo tipo de decesos, cobrador al servicio de la flaca”.
Periodista lírico, es cuestionado por el escritor si el esfuerzo, su trabajo, ha valido la pena. Responde con tristeza: “Creo que no, pero es un esfuerzo. Si yo tuviera mi título ahorita tendría otras opciones: nadie me tiene a fuerza, pero si voy a otra área, no me pagarán lo que gano aquí porque me van a decir que no tengo el título”.
El libro escurre sangre y miedo, aunque también contiene un mensaje de esperanza, pues hay periodistas duros, nobles, entregados al oficio que no retroceden y se esfuerzan por vivir el apostolado periodístico, pese a las condiciones adversas en las que trabajan.
A la académica Rossana Reguillo, Javier le plantea una interrogante que parece una demanda hacia la sociedad para que se solidarice con los comunicadores:
–“¿Ves a la ciudadanía acompañando al escaso periodismo valiente en el país?”
–“Sí, guardando un optimismo moderado hay una sociedad que respeta y cobija a sus periodistas más valientes y comprometidos en esta situación de manera más clara y contundente, pero también me parece que falta más presencia. Hay algo que está roto: el tejido de este país.
“Todo conspira cotidianamente para pensar que esta guerra es hereditaria, fue algo que se encargó Calderón de construir en un ambiente de irritabilidad”.
Javier Valdez Cárdenas se tomaba los riesgos como una condición inherente al oficio. Él mismo hacía bromas de algunos sobresaltos que había tenido en sus coberturas.
En aquella presentación del libro en UANLeer, recordó ante el público una anécdota que era como su broma de presentación:
“En la Ciudad de México me preguntaron una vez cómo reporteaba en Culiacán, a lo que respondí: ‘Con una mano en el culo’. Por eso nadie me quiso saludar de mano esa vez”, dijo entre risas.
(PROCESO – LUCIANO CAMPOS GARZA)