Hoy día deseamos como nunca lenguajear (crear nuevas letras) sobre los espacio y determinar el lugar y la naturaleza que ocupan los actores en la escena trágica del silencio humano, insistir en los mitos constitutivos, y convocar a los dioses, y al gran dios: La Ciencia, El Estado, La Ley, El Gran Otro, Las Otredades, La Razón, ÉL, que sigan dando cuenta de nuestra peculiar realidad en este mundo, que nos salven de la vorágine pulsional, que nos devuelvan la unidad perdida y recuperemos nuestra hermosura perdida en los brazos de los mil rostros esquizofrénicos en que hemos convertido el armonioso binomio cuerpo-alma, que nos vuelvan a convencer que el paraíso existe, y que el infierno está ahí para castigar nuestra maldad, que el amor es el reducto hegeliano que posibilita el lazo social.
Vivimos tiempos de silencio, faltan nuevas letras, la realidad se vuelve monótona, la angustia por no saber a qué le tememos nos hace aniquilar al otro, incluso a nuestra imagen reflejada en el espejo, por no saber qué somos, posibilitando al hombre insustancial que resume nuestras historias de lo que creímos ser.
Continuamos creyendo en el Estado Democrático como la más refinada forma de organizar la vida en la ciudad, la cosa pública, en el Estado de Derecho que administra y regula el castigo y la potestad de ejercer la violencia, en La Civilidad Abstracta del hombre social-contractual que es capaz de reprimir su libido en harás del bien común, y organizar los espacios donde sea posible que todos seamos iguales, en la Razón como la facultad que ilumina todo nuestros oscuras noches y dudas, en el Gran Dios que, parafraseando a Freud, nos hace “unos caminantes que al cantar en la oscuridad negamos nuestros miedo, pero no por ello vemos más claro”. No obstante, una y otra vez, la realidad nos escupe a la cara: que hay un agotamiento del Estado Democrático, incapaz de hacer que nos corresponsabilicemos de nuestros espacios públicos, que el uno y el otro se hagan una sola, que el Estado de Derecho no sea capaz de garantizarnos convivencia pacífica, que existan otros capaces de ejercer la violencia y formar otros Estados de Derecho, que el ejercicio de gobernar haga flaquear al más pintado moralista, que el Proceso Civilizatorio se resuma sólo en modales de cómo decirle al otro que soy el que tiene el poder, y formas refinadas de organizar el escenario, los espacios, donde el más fuerte someta al débil, que La Razón solo ilumina el camino de los que ostentan el poder mediático y ahora virtual, que Dios sólo sirve para consolarnos en el lecho de la muerte, y que los creyentes son unos vulgares dobles caras.
Hace más de dos mil años que seguimos circulando en la conceptualización de la naturaleza humana descrita por Platón, sus diálogos se han agotado y no nos hemos dado cuenta. Hoy no podemos apelar a ese pasado glorioso, ni siquiera nuestros pensadores sobre cuestiones humanas y mundanas, pueden decir más, el hombre ha muerto, y su futuro se debate por un lado en revitalizar su evangelio humanista a ultranza, o esperar a otro Platón que nos rescate de las sombras de las cavernas.
Lo macro resulta perverso, lo micro primitivo, los procesos globalizadores se han topado con lo mismo que se venía huyendo, de la avaricia del tirano y de los caciques de los pueblos, las instituciones supranacionales son una caricatura que los Estados Unidos se las pasa por los huevos cada vez que quiere, lo que más le preocupa a la ONU es que el Imperio le retiré la onerosa cuota voluntaria para que continué legitimando este mundo global de derecho.
Hace un tiempo propuse que reorientemos hacia el municipio ese proceso global, y con gran razón, pues, lo que importan son los municipios no las naciones, pues en estos pequeños cúmulos de espacio descansa la tierra que pisamos, el folklor de nuestras identidades, no es azaroso que la palabra folklor encuentra ligazón con el Volk alemán, el pueblo, entendido como el sentimiento de la gente que comparte un origen, y quizás, allí, se encuentre la posibilidad de compartir algo con unos cuantos y también la factibilidad de relacionarnos con los otros pueblo, en un choque agónico de identidades/identificaciones, la respuesta también está en la demografía.
El vacío paulatinamente se está convirtiendo en silencio, es ahora la “era del silencio”, parece ahora lejano la sentencia “hombre de la nada” definido por Nietzsche, quien al menos tenía “esa nada”, que construía su peculiar idea de mundo, donde los espacio eran lengujeados para soportar la extrañeza, el malestar que nos enunció Freud. Ante el silencio, ahora nos refugiamos en nosotros mismo, nos ensimismamos erigiendo nuestros cuerpos en un templo, éste último reducto, también se colapsa.
¿Hay acaso otro lugar que nos devuelva a nuestro sueño en vigilia, que haga que otra vez nos veamos exclusivos?, la caída de la unidad humana es predecible, y una convocatoria se hace urgente, la respuesta a la pregunta ¿qué somos? se hace esperar, y demanda inteligencia, astucia y terquedad. No es fácil la tarea que le dejamos a las nuevas generaciones, impotentes ¿Sólo nos resta desearles suerte? o ¿debemos seguir esperando que la locución latina, “homo homini lupus”, sea contradicha por un novedoso y ahora sí eterno contrato social?
La caída no es tan sola epistemológica, sino real, porque devela al ser en el no-ser.
En suma, como cultura, arquetipo que circula y se recrea en la conciencia de un sujeto colectivo, la moral, la razón, son de lo social, se recrean en la esclavitud de los otros cuerpos, aumentando el grosor de la piel, asumiendo el concepto como forma de vida. El hombre no puede ocultarse bajo esa vestimenta, y tarde o temprano, es el mismo, el de siempre, el que en la locura se presenta solo, mejor dicho, consigo mismo. El que necesita retirarse de vez en cuando a las montañas, y volver para emprender una vez más el intento de dejar su marca en los demás; círculo vicioso de la indiferencia, lucha por la unicidad, ser el gran Uno, el omnipotente que desde su solipsismo se vanagloria de su existencia, aun cuando solamente en los demás pueda encontrarse y ser.
Estos tiempos, donde al igual que una escena de la película Apocalypto, se recrea la muerte del otro como un sacrificio a los dioses, y perplejos vemos correr la sangre y el caer de los cuerpos separados de sus cabezas por doquier, donde “el bueno” y “el malo” intercambia posiciones, y nos recuperamos de la transvaloración que hicieron los esclavos, dejando al descubierto que simplemente “bueno” es el poderoso y “malo” el débil.
El advenimiento de la nueva era está en un tiempo por venir, y como consuelo debemos agotar al máximo la fe en la idea de mundo que construimos y al igual que las cruzadas debemos volver a nuestros lugares sagrados y defenderlos estoicamente, e iniciar una evangelización política y ética casa por casa, escuela por escuela, barrio por barrio, ciudad por ciudad, país por país; cuerpo por cuerpo, alma por alma, esperando volver a creer en nuestras mentiras, o solamente quemamos nuestras letras, nuestras vasijas, nuestras casas, nuestras instituciones, nuestros saberes, y esperáramos la salida del Fuego Nuevo, del gran Sol.