Como cada domingo, el hombre llegaba a su cita con la puerta de mi casa. Tocaba una, y otra, y otra vez en espera de una respuesta… ¡son las ocho de la mañana! ¡Domingo! Me asomaba por la mirilla por inercia pues ya sabía quién era… no hice la clásica pregunta de “¿Quiéeen?” porque ello obligaría a iniciar un diálogo que realmente no me interesaba tener… sólo acomodé mi cabeza en la puerta mientras colocaba mi vista sobre esa mirilla ojo de pez y observaba la tranquilidad del tipo fresco que como cada domingo, llegaba hasta mi casa… ¿quién chingaos lo deja entrar al edificio? ¿No se supone que por eso mantenemos cerrado el acceso para evitar que entren vendedores, repartidores, ladrones y hasta estafadores?
¡Ah! porque deje que le cuente que han intentado robar en mi casa y lo han hecho con éxito en otros departamentos, por eso es que después de esos traumáticos sucesos, se mantiene cerrado el edificio… y con relación a los estafadores, llegan señoras a las que se les ha muerto su hijo una, dos o tres veces cada semana, pidiendo apoyo para el cajón del pobre infante y si no, pues entonces para las medicinas… pero ni ladrones ni estafadores tienen la tenacidad de este hombre que cada domingo, con su saco y corbata algo gastados quizás por el uso semanal, llega a tocar a mi puerta…
La verdad no sé qué fue o qué ocurrió… ¿quizás porque el sábado “cenó Pancho”? ¿O porque perdió el América? ¡Sepa! pero el pasado domingo me volvieron a despertar los toquidos… dirigí mis pasos a la puerta y así como religiosamente esa persona no falla cada semana, yo tampoco: puse mi cabeza sobre la puerta mientras hacía un lado las “chinguiñas” para observarlo por la mirilla y fue que mi “Pepe Grillo” empezó a germinar una pregunta: ¿Y si respondes a su llamado?
Vi su cara… no recuerdo nunca un dejo de desesperación, frustración o parecido en ninguna de sus retiradas al ver que no le abría… mantenía esa faz de tranquilidad imperturbable digna de monje tibetano, no importara lo que pasara, que era lo mismo de cada domingo: una puerta cerrada.
Y del “¿Y si respondes a su llamado?” se pasó a la pregunta hecha palabra: “¿Quiéeen?”
–¡Buenos días, señor! Disculpe que le interrumpa en este día, ¿pero tendrá un minuto para hablar del Señor?
Vino a mi mente el chiste mamón de “si hablan del Señor, ¡qué no dirán de mí!” pero me abstuve para responder: “¡Claro!”, mientras quitaba cerrojos y alarma ¡y le abría la puerta al Testigo de Jehová!
–Pase buen hombre, siéntese, está en su casa…
El señor entonces, por primera vez, cambió la apacibilidad de su rostro, por una cara de rareza, estupefacción, sorpresa, extrañeza y sólo alcanzó a decir “gracias” mientras se acomodaba en el sillón.
–¿Le ofrezco un café?– mientras ya conectaba la máquina y empezaba el molino de grano… “Este… sí, gracias… ¿no es molestia?”
–¡N’ombre! ¿Galletas?– Y ya buscaba en la alacena qué teníamos… ¿animalitos? ¿marías? ¿piroulines? ¿pastisetas?
Creo que mi efusividad anfitriónica estaba cargada con un sentimiento de culpa que tenía sorprendido a mi invitado… puse el café y las galletas en la mesa de centro, y me senté. El hombre tomó un sorbo de café y una mordida de galleta que terminó en menos de dos minutos… retiré la taza y el platillo y volví a sentarme frente a él. Le sonreí… me sonrió… asenté con la cabeza y el asentó también. Entonces el silencio se hizo entre nosotros… yo esperaba que sacara su “La Atalaya” o “Despertad!”, pero no… el Testigo de Jehová estaba inmóvil, quieto, y sólo atinaba a verme sin pronunciar palabra alguna, hasta que no aguanté y le pregunté: “¡Oiga! ¿Por qué no me dice nada?”; a lo que él me respondió:
–Llevo varios domingos, varias semanas, varios meses, quizás más de un año, tocando a su puerta, insistiendo, perseverando, haciendo acopio a toda mi tenacidad y paciencia, en espera de que un día alguien se dignara a recibirme y hoy que estoy frente a usted ¡ya no sé qué hacer!
Creo que la historia de este Testigo de Jehová conmigo, es igual a lo que le ocurre a Cuitláhuac García Jiménez, quien pidió una oportunidad por segunda ocasión a los veracruzanos, y ahora, al menos en lo que lleva sentado frente a nosotros, pareciera que no sabe qué hacer…
Por supuesto, la historia del Testigo, es imaginaria; lamentablemente la historia de Cuitláhauc, no.
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