José Ortiz Medina / EN CORTO
Veracruz tiene un largo historial de saqueos disfrazados de modernización. La reciente aprobación de la Ley de Obras Públicas y Servicios Relacionados con Ellas del Estado de Veracruz es solo otro capítulo en una historia que se repite con los mismos protagonistas, pero con un guión cada vez más descarado. Con esta reforma, la Secretaría de Infraestructura y Obras Públicas (SIOP) no solo se convierte en la única ventanilla para la gestión de la obra pública, sino en la administradora absoluta de los recursos destinados a infraestructura.
El Congreso, con su mayoría morenista, aprobó la iniciativa el 30 de enero de 2025, apenas una semana después de que el diputado Alejandro Porras Marín la presentara. Sin mayor debate, sin contrapesos, sin cuestionamientos. Todo quedó listo para que el poder y el dinero se concentraran en una sola dependencia. Cinco mil millones de pesos al año, sin auditoría previa, sin competencia real, sin supervisión externa.
El argumento del gobierno es que esta reestructura permitirá “eficientar y transparentar” la inversión en infraestructura, pero la realidad es que todo apunta en la dirección contraria. Antes de esta reforma, los municipios y diversas dependencias estatales podían gestionar sus propias obras, buscar recursos y elegir a sus contratistas. Ahora, todas las decisiones pasan por la SIOP, lo que convierte a esta dependencia en un monstruo burocrático con la capacidad de decidir qué proyectos se ejecutan, cuándo y con quién.
Además, la ley establece un Catálogo de Contratistas de Obra Pública y Servicios Relacionados, un filtro que le permite a la SIOP seleccionar a dedo qué empresas pueden participar en las licitaciones. No se necesita ser adivino para entender lo que eso significa. No se trata de eficiencia ni de optimización de recursos. Se trata de control. De asegurarse de que el dinero de la obra pública quede en manos de unos cuantos, bajo el argumento de que la centralización es sinónimo de transparencia.
El presupuesto de la SIOP se duplicará, pasando de 2 mil millones a más de 5 mil millones de pesos anuales. Y con ello, la dependencia no solo se convierte en la administradora de la infraestructura del estado, sino en un instrumento de poder político. Si un alcalde quiere obra pública en su municipio, tendrá que pedir permiso a la SIOP. Si una empresa constructora quiere ganar una licitación, tendrá que estar en “el catálogo correcto”. Si un legislador quiere pelear por inversión en su distrito, tendrá que negociar con la dependencia.
El problema no es solo la concentración de dinero, sino la ausencia total de controles. Con esta reforma, la SIOP y el Ejecutivo estatal tienen vía libre para manejar los contratos y el presupuesto sin obligación de rendir cuentas a ninguna otra instancia antes de firmar. Los municipios, que antes tenían autonomía para gestionar su infraestructura, ahora dependen completamente de las decisiones del gobierno estatal. Un golpe calculado a la descentralización y un paso firme hacia un modelo de control absoluto.
Nada de esto es nuevo en Veracruz. La obra pública ha sido históricamente el principal instrumento de corrupción en el estado. No hay que ir muy lejos para recordar cómo en administraciones pasadas se desviaron miles de millones de pesos a través de licitaciones amañadas y empresas fantasma. Esta ley no corrige el problema, lo perfecciona.
El escenario está listo para el siguiente escándalo. Los nombres cambiarán, pero el mecanismo será el mismo. Y cuando el dinero empiece a desaparecer, cuando las obras inconclusas comiencen a multiplicarse, cuando las irregularidades sean imposibles de ocultar, la pregunta no será qué pasó. La única duda será cuánto tardará en estallar el escándalo y quién se beneficiará primero.