¿Realmente querían matar a Celestino Rivera o fue auto atentado?

José Ortiz / En Corto

Apenas unos días pasaron desde que las balas supuestamente rozaron la camioneta de Celestino Rivera Hernández en la carretera Mesillas–Tempoal, y ya todo el pueblo —y los que mueven los hilos del poder— se hacen la misma pregunta: ¿realmente lo quisieron matar… o todo fue un montaje para resucitar políticamente? Porque cuando se trata de Rivera, lo improbable se vuelve cotidiano. Como si cada capítulo de su historia viniera con doble fondo, como si todo en su carrera estuviera diseñado para escandalizar, dividir y volver al centro de atención a costa de lo que sea.

Dicen que fueron dos Suburban negras, que abrieron fuego, que la camioneta recibió impactos, y que Rivera —como en las películas— logró huir solo con una torcedura en el tobillo. Nada más. Nadie más. Sin lesionados, sin sangre, sin pruebas contundentes, pero con toda la narrativa montada para volver a escena. La escena de siempre: la del político perseguido, la víctima conveniente, el exdiputado que no deja de protagonizar polémicas, aunque ya no tenga candidatura ni respaldo ciudadano.

Pero aquí no termina el teatro, porque el verdadero libreto corre por debajo: una parte del norte de Veracruz afirma con firmeza que detrás del atentado estaría el entorno de un personaje del PT de esa zona y su séquito de empresarios “milagrosos” de Tamaulipas y San Luis Potosí, que en cosa de meses convirtieron una campaña local en una especie de feria millonaria. Ellos, que siempre habrían dicho que Rivera era el enemigo a vencer, los mismos que quisieron a toda costa la candidatura a la alcaldía de Tempoal, y que al verse fuera del juego formal, habrían decidido ajustar cuentas por su cuenta. ¿Será? Al menos esa hipótesis no se dice en voz alta, pero ya recorre Tempoal como un secreto compartido. Y es que en esas tierras todos saben quién está de paso, quién manda y quién estorba. Y Celestino, al parecer, les estorba.

Pero hay otra versión, una que también corre por los pasillos con la misma fuerza: que todo esto fue un autoatentado. Que la historia de las balas es una farsa, una puesta en escena para limpiar la imagen de un hombre que carga un pasado oscuro —con denuncias por abuso sexual a menores— y que fue bajado de la candidatura por presión social. Que necesitaba un golpe mediático, una distracción, un evento que reacomodara la narrativa. Porque si algo ha demostrado Celestino Rivera es que, aunque lo quiten de la boleta, nunca deja de buscar reflector. Que si lo silencian por la vía institucional, él grita desde el escándalo. Que si lo acusan, él se victimiza. Y que si lo olvidan… se dispara al pie para que lo miren.

Sea cual sea la verdad —y probablemente nunca lo sabremos—, el hecho es que el atentado ya se convirtió en símbolo: de lo podrido de nuestras contiendas locales, de la facilidad con la que se manipula la opinión pública, y de cómo los políticos como Rivera se reinventan una y otra vez para seguir vigentes, aunque sea como personajes de un espectáculo decadente. Porque eso es lo que se ha vuelto este proceso en Tempoal: una mezcla de narcopolítica, victimismo, arreglos de oficina y balas con dirección escénica.

Y si no fue un atentado real, lo que sí fue real es la intención. La intención de aparecer. La intención de imponer miedo. La intención de marcar territorio. Porque al final, en el manual del viejo priismo al que Celestino siempre perteneció, no hay distinción entre simulación y poder: todo se vale si al final logras que todos hablen de ti.

Y vaya que lo consiguió.