José Ortiz / EN CORTO
“Aun el hombre en quien yo confiaba, el que de mi pan comía, alzó contra mí el calcañar”. Así reza el Salmo 41, y pocas frases podrían describir mejor lo que representa la muerte de Fidel Herrera Beltrán frente al silencio brutal de quienes más se beneficiaron de su existencia política.
Fidel ya no está. Murió a los 76 años, dejando un legado que no cabe en un solo adjetivo. Fue amado y detestado, venerado y temido. Pero más allá de las opiniones, nadie puede negar que su paso por el poder fue determinante para una generación entera de políticos veracruzanos. Los formó, los impulsó, los encumbró. Y hoy, uno a uno, lo niegan. Callan. Se esconden. Se lavan las manos como si la memoria colectiva no tuviera ojos ni lengua.
Lo más doloroso, lo más imperdonable, no es el olvido público. Es que ninguno —ni uno solo— tuvo la decencia de presentar sus condolencias de manera personal. No una llamada, no un mensaje, no un abrazo a la familia. El mismo silencio frío con el que ahora caminan sus pasillos alfombrados fue el que guardaron cuando el hombre que los hizo todo fue sepultado. Eso no es prudencia. Es cobardía.
Erick Lagos y Jorge Carvallo, por ejemplo. Dos figuras que, al principio de los dos mil, no tenían ni en qué caerse muertos. Ex líderes estudiantiles, sin oficio ni patrimonio, con apenas verbo de consigna universitaria. Fidel los recogió, los convirtió en operadores, en diputados, en representantes, en hombres con firma y poder. Les dio el pan. Y hoy… alzan el talón.
Ambos son, quizá, el ejemplo más obsceno de esa desmemoria dolosa que corroe la política. Se convirtieron en empresarios prósperos, se pasean con trajes finos, se codean con los nuevos poderes y se cuidan de no mencionar al hombre que los hizo todo. Ni un mensaje. Ni un pésame. Ni una flor. Silencio. Como si Fidel Herrera nunca hubiera existido.
Y mientras tanto, el pueblo lo recuerda como “el Tío Fide”. Con cariño, con reproches, pero lo recuerda. Porque fue un gobernador carismático, audaz, de verbo punzante y voluntad de hierro. Porque a diferencia de sus herederos políticos, no simulaba lealtades: las exigía con el cuerpo entero. Fue un hombre de campo que llegó al poder con la fuerza de su espíritu, no con el respaldo de apellidos rimbombantes ni de despachos transnacionales.
Y sin embargo, ahí están sus crías políticas: mudas. Cómodas. Amnésicas. Mientras Veracruz lo despide, ellos ajustan corbatas y bajan la vista. No es pudor. Es cálculo.
Fidel lo sabía. Lo dijo más de una vez: “Dura más la esperanza que el agradecimiento.” Y vaya que lo sabía. Porque no hay ingratitud más cruel que la de quien comió contigo, se llenó contigo, y ahora actúa como si tu nombre ensuciara su hoja de vida.
Esta columna no es para ensalzar al muerto. Es para sacudir a los vivos. Para que se miren en el espejo de la traición. Para que entiendan que, aunque callen, la gente sabe. Sabe quiénes llegaron solos y quiénes llegaron porque Fidel Herrera les tendió la mano, el hombro y el poder.
Erick Lagos y Jorge Carvallo no son los únicos. Pero sí son los que más avergüenzan. Porque son carne y hueso de esta historia. Porque se visten de neutralidad mientras sus biografías están tatuadas con las iniciales FHB.
El Tío Fide está muerto. Pero su última frase nos acompaña como un eco que retumba: dura más la esperanza… que el agradecimiento.
Y en Veracruz, donde la política se hace con memoria, eso pesa. Y duele.