José Ortiz / EN CORTO
La democracia mexicana ha cruzado una línea peligrosa. Sin estridencias, sin sangre en las calles, pero con un daño profundo e irreversible: el poder Ejecutivo ha eliminado el último control que lo contenía, el Judicial. Y lo ha hecho con una sonrisa populista, con urnas como disfraz, y con un pueblo exhausto que no alcanza a ver el abismo en el que nos estamos sumergiendo.
En 2025 y 2027, se renovará a casi la totalidad de los jueces federales del país, incluidos los ministros de la Suprema Corte. Lo que debió ser un proceso técnico, basado en méritos, experiencia y conocimiento constitucional, ha sido secuestrado por la política. El partido en el poder, Morena, se encargó de garantizar que el proceso de postulación, evaluación y elección esté completamente bajo su control.
La ciudadanía será llamada a votar entre centenares de nombres que no conoce, sin perfil público, sin trayectoria comprobada, y lo más alarmante: sin garantías de independencia. Lo que parece un ejercicio democrático —“que el pueblo elija a los jueces”— es en realidad una bomba de tiempo institucional. Votar no es sinónimo de democracia, y mucho menos cuando el menú está cocinado por una sola cocina.
México ha entrado al club de países donde el Ejecutivo somete al Judicial. Así empezó la caída de la democracia en El Salvador con Nayib Bukele. Así pasó en Turquía con Erdogan, en Hungría con Orban, en Nicaragua con Ortega. Todos ellos eliminaron el contrapeso judicial antes de consumar su transformación autoritaria. Hoy, Andrés Manuel López Obrador y Claudia Sheinbaum caminan por la misma ruta, pero con menos pudor.
Las alertas no solo vienen de académicos o opositores. Las Naciones Unidas han advertido que este modelo destruye la imparcialidad judicial, pilar de cualquier Estado de Derecho. Y eso no es todo: el T-MEC, tratado clave para nuestra economía, exige tribunales autónomos para resolver disputas comerciales. ¿Qué inversionista confiará en jueces designados por recomendación partidista?
El argumento oficial es que “el pueblo va a elegir”, pero todos sabemos que en una boleta saturada con nombres desconocidos, el voto es ciego, manipulado y diseñado para encubrir simulaciones. Además, las listas ya están circulando: los “recomendados” del poder, los jueces amigos, los compromisos disfrazados de candidaturas.
Y mientras nos distraemos con campañas, marchas y discursos, México deja de ser una democracia liberal para convertirse en una autocracia electoral, donde se puede votar, sí, pero nada cambia si todo está amañado desde el origen. Así lo advierte el instituto internacional V-Dem: estamos al borde del colapso institucional.
El sistema judicial necesita reformas, claro, pero no así. No con prisas. No con venganzas. No con caprichos. El verdadero problema de la justicia mexicana no está en sus jueces, sino en los fiscales que no investigan, en los ministerios públicos que venden la ley al mejor postor, en un Estado que prefiere el show a la justicia.
Lo más triste de todo es que la ciudadanía no ve venir el golpe. Cuando el poder judicial esté bajo control absoluto del Ejecutivo, no habrá a quién acudir. No habrá juez que detenga un atropello. No habrá justicia para el ciudadano común. Solo quedarán aplausos de funcionarios serviles y urnas vacías de sentido.
Hoy, la esperanza democrática de México yace entre escombros. Y lo más doloroso es que no cayó sola: la tiraron, la empujaron y la aplaudieron.