Resiliencia Democrática
1985, a cuarenta años del cambio político de México: ¿qué ha quedado de aquella época?
Eduardo Sergio de la Torre Jaramillo
Nací en 1968, y mi generación identifica 1985 como el inicio del cambio político en México. Recuerdo perfectamente aquel año: intenté estudiar Ciencias Políticas en la UNAM y no fui aceptado, en parte por no haberme preparado lo suficiente, confiado en la leyenda urbana de que los estudiantes de “provincia” ingresaban sin aprobar un examen. Además, un pariente me ofreció conseguirme un lugar mediante influencias; eran tiempos en los que las “palancas” funcionaban. Creí en ello y no estudié, decisión que me marcó, pues a partir de entonces resolví no participar de esa cultura social y política.
En ese impulso por trasladarme a la capital, viajé al entonces Distrito Federal con mi padre, una semana después del sismo, mientras esperaba los resultados de ingreso. Aún resuenan sus palabras: “No quiero que estudies aquí; mira la devastación de la ciudad. Prefiero que estés en Xalapa y no aquí”. Las imágenes eran tan sobrecogedoras que parecía un escenario de guerra. Observé cómo la sociedad buscaba con afán a sus familiares y amigos, y cómo se manifestaba la solidaridad que solo aflora en medio de tragedias naturales.
Para contextualizar, el 7 de julio de ese año se celebraron elecciones federales para la Cámara de Diputados, integrada por 400 miembros: 300 de mayoría relativa y 100 de representación proporcional. El PRI ganó 289 de los 300 distritos. Sin embargo, el verdadero vuelco del país ocurrió el 19 y 20 de septiembre, cuando los sismos y la respuesta gubernamental —analizada por Carlos Pereyra en términos de división entre sociedad política y sociedad civil, y descrita por Monsiváis— evidenciaron un gobierno paralizado ante la tragedia y una economía en crisis, con inflación cercana al 150%. Guadalupe Loaeza retrató irónicamente aquellos aumentos de precios en “Las niñas bien”, al contar la historia de una señora bien que no pudo comprar cajeta por su elevado costo.
Aquel año dejé de estudiar y dediqué doce meses a prepararme para el examen de ingreso a la Universidad Veracruzana (UV). Me impuse una rutina de estudio de once horas diarias, lo que me permitió quedar en el octavo lugar de ingreso. Entonces, la preparatoria duraba dos años y el tercer año correspondía al Propedéutico o Iniciación Universitaria.
Cursé el propedéutico en la Facultad de Derecho (1986-1987). Allí reencontré a quien se convertiría en uno de mis grandes amigos, Alejandro Flores Martínez, con quien había compartido estudios en primaria y secundaria. Asistíamos de 7 a 11 de la mañana, por lo que disponíamos de mucho tiempo libre, que dedicamos a leer con avidez, desde autores religiosos hasta filósofos: Gibran Khalil Gibran, Friedrich Nietzsche, Emil Cioran, Jürgen Habermas —de quien recuerdo la frase dedicada a Octavio Paz: “compañero de viaje de la modernidad”.
Pasamos de los libros a la acción: publicamos una revista artesanal, “Dualidad”, y propusimos a la autoridad universitaria, Ana María Quirarte, aprovechar las horas libres para talleres o materias adicionales, inexistentes en el plan de estudios. Todo ello ocurría en medio del porrismo que imperaba en la UV, institución entonces sin autonomía; aquellos grupos portaban armas y disparaban al aire dentro y fuera de la facultad. Nuestras peticiones buscaban calidad educativa en un ambiente deteriorado. El acercamiento con las autoridades se detonó gracias a una carta del padre de Alejandro, el Dr. Juan Flores, dirigida al gobernador Fernando Gutiérrez Barrios, sugiriendo la formación de una sociedad de padres de familia en la UV.
Recuerdo que la directora de la facultad nos advirtió: “Prefiero estudiantes vivos que muertos por sus actos democráticos”. En Veracruz, el autoritarismo permeaba todos los espacios.
En ese contexto surgió el Comité Estudiantil Universitario (CEU) en la UNAM, que se opuso a las reformas educativas impulsadas por el rector Jorge Carpizo McGregor, plasmadas en el plan “Fortalezas y Debilidades”. Entre sus integrantes estaban Imanol Ordorika, Antonio Santos y Carlos Ímaz, cuya pareja era Claudia Sheinbaum Pardo. Este movimiento abrió, en 1988, las puertas de la UNAM al candidato presidencial del Frente Democrático Nacional, Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano, alterando el rumbo político.
1985 propició un cambio profundo en la sociedad mexicana, visible en el CEU y en el apoyo al FDN. La reacción del régimen, sin embargo, fue el fraude electoral, con la famosa “caída del sistema” atribuida al secretario de Gobernación, Manuel Bartlett Díaz.
Hacia 1987 conocí a Alejandro Rojas Díaz Durán, entonces secretario particular de Porfirio Muñoz Ledo, quien formó la corriente juvenil disidente “Juventud Progresista”, junto con Ramiro de la Rosa, José Humbertus y otros; fueron reprimidos en la sede nacional del PRI por el sindicato ferrocarrilero.
Entre 1985 y 1991, la ciudadanía se involucró en la política para impulsar la democracia: ahí están Salvador Nava Martínez en San Luis Potosí y Vicente Fox Quesada en Guanajuato, cuyas victorias fueron objeto de “concertacesiones”, marcando una nueva modalidad de fraude electoral. En la elección federal intermedia de 1991, ya con 500 diputados (300 de mayoría relativa y 200 de representación proporcional), se produjo un realineamiento partidista: el PRI ganó 290 distritos, alentado por la promesa salinista de llevar a México al primer mundo. A partir de entonces se gestaron alianzas entre PAN y PRD para disputar gubernaturas al PRI.
En 1994, el alzamiento del EZLN y el asesinato de Luis Donaldo Colosio propiciaron una reforma que otorgó autonomía al IFE. Ernesto Zedillo reconoció haber ganado “legal pero no legítimamente”. Sin embargo, persistieron prácticas fraudulentas, como en Tabasco, donde Andrés Manuel López Obrador denunció el gasto excesivo de Roberto Madrazo Pintado, similar al de Bill Clinton en 1992, cercano a los 71 millones de dólares. El resentimiento de López Obrador hacia los procesos electorales hunde sus raíces en los fraudes de 1988 y 1994.
En las elecciones federales de 1997, el PRI perdió la mayoría en la Cámara de Diputados. El secretario de Gobernación, Emilio Chuayffet Chemor, intentó un golpe técnico para impedir su instalación. Porfirio Muñoz Ledo, coordinador del PRD, y Carlos Medina Plascencia, del PAN, junto con PVEM y PT, conformaron el “G-4” para hacer valer la mayoría legislativa.
La sociedad mexicana se transformó entre 1985 y 1994: marchó, se movilizó, dio valor al voto como instrumento de cambio. Esto obligó al sistema político a emprender la reforma electoral de 1996, que limitó el control del PRI. La ciudadanía consolidó ese proceso al votar por la alternancia en 1997 y 2000. Sin embargo, tras el año 2000, muchos se acostumbraron a vivir en democracia y olvidaron los fraudes; se perdió el ímpetu cívico, creció la abstención y se delegaron responsabilidades, convirtiéndose en una sociedad apática —“idiota”, en sentido griego, como quien no participa en la vida pública.
Hoy, ese silencio frente a la erosión del Poder Judicial, la desaparición de órganos autónomos y las amenazas de reforma a la ley de amparo y al sistema electoral, pone en riesgo las libertades y puede significar el entierro de la democracia en México.





