Diciembre 24 por la tarde: Jorge, el sobrinito de 7 años, baja junto con su madre. La mirada de él, vidriosa; su nariz, rojiza. Y su madre, desesperada, pide: “Dice tu sobrino que si su tío Oscar puede ayudarlo a escribir su carta”, pero el tío Oscar está ocupado, así que la tía Ceci se ofrece voluntaria, sacando de lo más profundo de su alma a la maestra de la Normal que pudo ser, pero nunca será.
La hoja es tamaño carta de color mostaza y la letra de Jorge es irregular y grande. Calculo que una lista de 10 juguetes bastará para llenar la mayor parte del folio y además, dejar algo de espacio para una despedida y la firma del niño; y ello, suponiendo que el propósito de escribir una misiva a Santa Claus sea más pedagógico que navideño, pues Jorge necesita a todas luces practicar su escritura.
Poco más de una hora después, la carta es terminada y entregada a su madre, quien da la primera señal de alarma: “¡Diez juguetes!”, exclama. Al tío Oscar también parece sorprenderle y ni qué decir del padre, quien durante la cena y en voz baja se plantea ir de madrugada al Súper Che a completar la lista.
Pero no lo hace y la mañana del 25 Jorge la inicia consternado porque Santa Claus no se llevó su carta, pero mantiene la esperanza de que sus demás juguetes se encuentren en la casa de su abuelita y en la de su otro tío; mientras, se entretiene con su celular nuevo, el principal deseo de su lista. Mas el 26 estalla su decepción: ¡Ni pista de Hot Wheels ni dinosaurio de Jurassic Park ni juego de Legos ni ninguno de todos aquellos otros juguetes que pidió y que ningún adulto es capaz de recordar! Su tristeza llena la casa y hasta los gatos huyen de ella, mientras su abuela lo consuela y le ofrece una explicación que no escucho porque intento pasar desapercibida.
Platicando con mi pareja, me doy cuenta de que tuve una infancia más placentera en cuanto a navidades y reyes que él y sus hermanos, por lo cual le parece absurda la reacción de Jorge, quien con sólo 7 años ha recibido un mejor celular que nosotros, pero a mí realmente no me sorprende, pues si bien procuraba no dar muestras de decepción, en su momento era difícil no sentirla cuando otro año sin Microhornito y casa de Barbie pasaba.
Sin embargo, era feliz y al cabo de un par de días, no tanto por los juguetes, sino por el uso de mi imaginación: si mi hermano y yo teníamos una amplia colección de dinosaurios, éstos eran parte de una sociedad avanzada y vivían en casas hechas de enciclopedias… y si queríamos añadir un nuevo personaje a nuestra historia, no lo pedíamos, ¡lo hacíamos! El papel y la plastilina eran nuestros cómplices. ¿Y qué si la pequeña casa rodante de él no tenía ocupantes? ¿Qué clase de hermana mayor habría sido si no hubiera dibujado a una hermana y un hermano para que viajaran juntos por el mundo… hasta el funesto día en que se enfrentaron a la aspiradora y murieron? Y cómo olvidar esas tardes con mi prima, recorriendo una y otra vez el pequeño patio en que jugábamos, saltando cientos de veces sobre una pila de periódicos mientras cazábamos dragones…
Al fin y al cabo, quizás los niños podrán desear todos los juguetes que vean anunciados en la televisión, ¿pero cómo éstos podrán superar su imaginación, iniciativa e inocencia? Y Jorge, ya entrados en enero, parece confirmármelo: olvidada la carísima pista de Hot Wheels que no llegó, las paredes de la casa y hasta los resignados gatos se han vuelto su pista personal, mucho más grande y dinámica. ¡Y ésta no se romperá ni perderá!
Todo el drama del olvido de Santa Claus ha quedado en el pasado y, por fin, toda la posible paz que puede haber en un hogar con un niño inquieto ha regresado.
Al menos hasta que los olvidadizos sean los Reyes…
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