In memoriam al compañero diputado de la LIII legislatura.
El 23 de Marzo debe de llenar de vergüenza y tristeza a los políticos mexicanos que no han sido capaces -después de 22 años- de aclarar satisfactoriamente el artero asesinato de Luis Donaldo Colosio, ni tampoco de introducir los cambios propuestos por él para democratizar la vida política, económica y social de México. Para muchos, éste singular mexicano es sólo una referencia histórica. Para otros – los menos-, su recuerdo es motivo para resaltar el ideario político que le costó la vida. Pero para algunos integrantes de las nuevas generaciones es tan solo una remembranza desprovista de significado.
Por consiguiente, conviene analizar la vida de Luis Donaldo Colosio en el contexto que lo rodeaba para entender las razones de su rebeldía y que fueron las que lo llevaron a su sacrificio. Adentrarse en su época y en las décadas previas, es tratar de comprender los vientos de cambio político-electorales que en la década de los setentas soplaban en nuestro país como consecuencia de múltiples reclamos de nuestra población que exigía una mayor participación en los asuntos públicos de la nación y por la convicción de que el sistema político mexicano ya estaba agotado. Es decir que había dejado de ser una garantía para la justicia, el desarrollo social y el mantenimiento de la armonía del país.
Los débiles partidos de oposición -entonces existentes-, que debían de comportarse como la contrapartida dialéctica del poder, dentro de un régimen de partido dominante, dejaron de actuar como tales y parecían ejercer solamente el papel de meros grupos de presión ocasionando el descontento de sus militantes y seguidores.
Los analistas políticos y los académicos visionarios, comenzaron a llamar la atención -por diversos medios-, sobre los graves riesgos que esto significaba para el país, si se seguía conservando el “statu quo” y la cerrazón e indiferencia de gobernantes y dirigentes políticos quienes se negaban a introducir los cambios necesarios, haciendo caso omiso de las demandas de los diversos núcleos sociales respecto de las reformas que resultaban ingentes. No por nada -en 1988-, Maurice Duverger en memorable visita a México llegó a señalar que el proceso de democratización del país, “marchaba a paso de tortuga”.
Las poco favorables circunstancias fueron tensando las relaciones de convivencia, produciéndose reacciones -no siempre pacíficas-, en parte por la ola de escepticismo que venía conduciendo a la despolitización y a la pérdida del poder legitimador de las elecciones. Como lo dijimos en aquel momento, los instrumentos jurídicos electorales que hasta entonces habían sido útiles, perdieron su eficacia por el deterioro institucional acumulado. La consecuente desconfianza fue el caldo de cultivo para que algunos grupos -al margen del derecho-, se empezaran a encauzar violentamente.
Un poco antes en los sesentas, la alarma de peligro por una crisis política potencial, agudizó la sensibilidad de algunos grupos dirigentes del PRI, haciendo sentir la necesidad de introducir importantes correctivos a nuestro esclerótico sistema para tratar de evitar fatales consecuencias. Como decíamos, en el horizonte ya se avizoraban fuertes pugnas de fuerzas políticas cada vez más beligerantes. Todos los actores presionaban al sistema. Los más conservadores para acendrar una autocracia que salvaguardara al sistema de partido casi único. Los radicales veían la oportunidad de buscar una lucha fratricida. Los más prudentes y tolerantes pugnaban por encontrar soluciones inteligentes que condujeran al camino de una mayor apertura democrática.
Así, en medio de ese desiderátum, surgió la Reforma Electoral de 1977, auspiciada por el Gobierno de la República y conceptuada -en gran parte-, por el maestro Jesús Reyes Heroles con el propósito de introducir elementos democratizadores al orden normativo electoral. Con esto se pretendía actualizar y modernizar los procesos comiciales, garantizando un sistema de partidos más competitivos e independientes del poder público, que diera satisfacción a las exigencias de mayor justica y participación de una sociedad cada vez más plural.
Sobre la base de ensayo y rectificación, la Reforma de 1977, fue evidenciando sus limitaciones e insuficiencias, debido a los avances y retrocesos experimentados. A partir de entonces, se inauguró una etapa de cambios y modificaciones frecuentes cuya normatividad apenas alcanzaba a regular a las elecciones siguientes a su puesta en vigor, para dar paso a nuevos cambios. Es decir se empezaron a presentar reformas electorales por proceso, situación que aún se registra y que cada vez contribuye más a la falta de certeza, institucionalización, credibilidad y confianza en los procesos electorales e impacta significativamente en la profundización del descrédito de la contienda política.
Este escenario fue parte de la realidad con que se encontró el candidato del PRI a la presidencia de la República, Luis Donaldo Colosio. Ese trasunto explica –en parte-, el contenido de su magnífica pieza oratoria del día 6 de marzo de 1994 y que es necesario tener presente el día de hoy en que lo recordamos con este artículo, sin olvidar que seis meses después la intolerancia existente llevó también, al sacrificio del secretario de este instituto político Francisco Ruiz Massieu.
Al comienzo de su discurso afirmó que el PRI estaba para mantener la paz y la estabilidad del país y para preservar la unidad entre los mexicanos. Tenía conciencia de que dadas las condiciones prevalecientes, había que iniciar una nueva etapa de transformación política para México y en la que el PRI tenía que demostrar su disposición para un cambio con responsabilidad. Llamó a dejar atrás las prácticas de un partido que sólo dialogaba consigo mismo y con el gobierno, las de un partido que no tenía que realizar grandes esfuerzos para ganar. Con gran visión apuntaba que el PRI -como partido en competencia-, no tiene triunfos asegurados. Que hay que luchar por ellos para poder asumir que en la democracia solo la victoria nos dará estatura y presencia.
En su idea de transformar a México no eludió el planteamiento de un compromiso de trabajar por la reforma del poder para hacer realidad una nueva relación entre el estado y el ciudadano, democratizándolo para acabar con los vestigios de autoritarismo. Por eso proponía un presidencialismo sujeto estrictamente a los límites constitucionales de su origen republicano. Sabía que era necesario transformar al Congreso Federal y comprendía la necesidad de hacer del sistema de impartición de justicia una instancia independiente, con la máxima respetabilidad.
En esa intervención ante el priismo -de forma valiente-, expresó que veía un México con hambre y sed de justicia, frase que resumió su conocimiento de la realidad nacional, producto de sus constantes recorridos por todo el territorio.
A 22 años de su muerte, sus palabras están más vigentes que nunca. Hoy, más de la mitad de los mexicanos experimentan hambre, los cuerpos impartidores de justicia afrontan el descrédito y es más que necesario legitimar el ejercicio del poder con acciones honestas, cuentas claras y ejercicios de gobierno transparentes. Es menester que los líderes y los gobernantes emandos del PRI, tengan la suficiente sensibilidad para para escuchar con respeto y lealtad a su militancia. Pero sobre todo que realicen su trabajo de gobierno llevando a cabo verdaderas acciones en beneficio de la gran masa de pobres. En nuestro Estado, las reflexiones de Colosio son un breviario de mandatos impostergables y un catálogo de principios de acatamiento inmediato. Los cuadros priistas y particularmente los jóvenes tienen que volver a leer y reencontrarse con Luis Donaldo Colosio. No hacerlo será desaprovechar el sacrificio de un hombre excepcional que no dudo en expresar su ideario aun cuando sabía la desproporción de su lucha frente a los inmensamente poderosos.
*Analista político, catedrático universitario y autor de libros.