Mariano volvía a trabajar después de tres meses de licencia psiquiátrica para encontrarse con un escenario de pesadilla: levantaba el teléfono y recibía una catarata de insultos. Luego de frustrados intentos de calmar a un cliente se cansó y le cortó. Unos días después su supervisora lo llamó para reunirse con él. Para la empresa para la que trabajaba, lo de Mariano había sido un “error fatal”.
Tres jóvenes le contaron a VICE por qué la cabeza les dijo “basta”, después de trabajar unos meses como operadores telefónicos en un call center. Sólo 15 minutos para comer. Seis horas de trabajo. Un teléfono sonando de manera constante, la naturalización del insulto y las promesas de una carrera en la empresa.
En un centro de atención telefónica hasta los nombres de las categorías y cargos hacen ruido: los jefes son “líderes”, los grupos de trabajo se dividen en “islas” y los errores se dividen en “fatales” y “no fatales”. El líder no trabaja en otra oficina, sino que se ubica a pocos metros de los operadores. Todo está cronometrado: el horario de almuerzo, el tiempo que uno tarda en (intentar) resolver el problema del cliente, lo que uno demora en (intentar) calmarlo y los minutos que uno pasa en el baño.
A pocos meses de trabajar en un call center el objetivo es el mismo: Todos buscan “salir” del teléfono. Dejarlo. Lourdes llegó a atender 150 llamados en sus seis horas de trabajo. Mariano nos dijo que “escuchar problemas de la gente es agotador. Parecían 12 horas y no seis”. Magui se cansó del maltrato y las presiones; en plena jornada tuvo que ir al baño a llorar. Después de eso no queda energía ni ánimo para mucho más.
La empresa promete una posibilidad de ascenso, de crecimiento y de hacer carrera. Así, después de unos meses Magui y Mariano empezaron a cubrir a sus supervisores cuando se ausentaban. La chance de dejar el teléfono parecía más cercana, pero el tiempo pasaba y no tenían novedades. Lo que tenían era una presión duplicada por la misma cantidad de dinero que recibían como telefonistas. Las promesas nunca se concretaron. Se sintieron usados y se frustraron. Tenían que volver a ser operadores, a volver a ser cronometrados, a tardar más de dos minutos en el baño y ser mal vistos. A ser controlados por completo.
Mariano trabajó tres años y medio en Multicanal, una compañía que en 2007 se fusionó con Cablevisión y Fibertel, —empresas de TV por cable e Internet del Grupo Clarín—. En sus primeros meses atendía 100 llamados. Después no llegaba a los 30. Las discusiones con los clientes y los insultos que recibía lo afectaban fuera de las seis horas en su isla: “Llegaba a mi casa y no me podía desconectar. Me acordaba de algún diálogo áspero con un cliente”. Le costaba dormir. Una psiquiatra le dio pastillas para intentar conciliar el sueño, pero el trabajo seguía ahí. Mariano se acostaba con la certeza de la vuelta al teléfono. Las cuadras entre la parada del colectivo y su trabajo las caminaba con angustia. Un día el líder pidió una reunión. “Tuviste un error fatal, Mariano”, le dijeron en una oficina. Le hicieron escuchar un llamado que había tenido días atrás. No hubo diálogo, el insulto fue permanente. Mariano cortó la comunicación. Todavía no olvida lo que le dijo su líder: “Nosotros en todo momento tenemos que tratar de sacar al cliente de ese estado violento, usar todas las herramientas para que se calme”, pero él no aceptaba la violencia verbal. Por convenio, Mariano trabajaba un feriado y tenía derecho a ausentarse cualquier otro día a elección, siempre y cuando notificara a la empresa con 72 horas de anticipación. Pero su líder no aceptó la osadía de “no reconocer” su error fatal. “Tus números no son los adecuados para darte esas fechas”, le repetían. Su primer licencia psiquiátrica fue por tres meses. Cumplido el tiempo, volvió y probó, pero no hubo caso. Luego de varias idas y vueltas, renunció.
Magui no recibía llamados, los hacía. Estaba en Covedisa, una empresa que prestaba servicios para Movistar, de Telefónica. Su último tiempo lo pasó en el sector de retención al cliente. La misión, básicamente, era llamar e intentar convencer a un cliente descontento de que continuara con la compañía de telefonía móvil. No duda en afirmar que es el lugar donde “más número” se sintió: “Era un ente productivo, me extinguí como persona”. El trabajo cronometrado lo trasladó a su vida personal: dormía poco porque creía que perdía el tiempo. Estaba muy ansiosa. Primero fueron chocolates y comida chatarra; después cayó en las drogas. “Necesitaba tapar”, nos reveló Magui. Su paciencia estaba entregada al trabajo. No había nada más fuera del call center. La relación con sus amigos y sus familiares había cambiado.
Un jueves se encerró en un baño del trabajo a llorar. Le empezó a faltar el aire y a doler el pecho. Su líder de turno le dijo que le faltaba “compromiso” con su equipo. Ella sabía que el trabajo en sí era fácil, pero la presión era mucha. Al día siguiente se le hinchó un ojo. Pasó el fin de semana y el lunes estaba en su casa sabiendo que tenía que volver al teléfono, pero no paraba de llorar. Fichó su ingreso, pero a las pocas horas fue a Recursos Humanos para notificar su renuncia. Se sintió “derrotada” y estuvo un mes sin buscar trabajo por miedo a no resistir la presión de otra empresa. Creyó, o le hicieron creer, que lo que había vivido en el call center era normal.
Lourdes fue un paso más: por el mismo sueldo, una promesa de aumento y recategorización le dieron la posibilidad de supervisar los nuevos ingresos. Trabajaba para Action Line, una empresa que atendía clientes de Visa. Fue la que más cerca estuvo de dejar el teléfono. Para ella también pasó el tiempo, la promesa de aumento y crecimiento. En el camino seguía con la responsabilidad de tener gente a cargo y la misma cantidad de dinero que cuando había ingresado. Así llegaron los problemas: era la encargada de dar o rechazar pedidos de días a sus compañeros, y para darles una respuesta lo más rápido posible sincronizó el correo laboral a su celular. Después de todo, no eran sólo seis horas de trabajo.
Lourdes era también la que atendía el reclamo más popular de un cliente enojado: “¡Pasame ya con un supervisor!”. Había más: en su condición de “líder” un día le tuvo que comunicar a una de las ingresantes a prueba que no iba a continuar en la empresa. Así se convirtió en la encargada de decirle a una compañera —de igual salario y edad— que se había quedado en la calle. No era un hecho aislado. Visa pedía reportes de todos los chicos de su isla. Los trabajadores recibían un puntaje. No existía “Martín” o “Paula”, eran simples números. Y la empresa siempre buscaba como castigo la sanción económica.
Cansada de sentirse usada hizo el reclamo por su prometida recategorización. No tardaron mucho en contestarle y lo hicieron sin mucha vuelta: “En unos días volvés al teléfono”.
La cabeza de Lourdes, como la de Mariano y Magui antes, hacía un reclamo formal: “Estaba en casa un lunes antes de volver a atender y me empezó a faltar el aire. Fui a la cama y empecé a llorar. Era un nudo en la garganta que no se iba”. Se trataba de una angustia que todos tenemos alguna vez. Una psicóloga la derivó a otro especialista. El martes salió del consultorio, se subió al colectivo para ir a trabajar, pero nunca llegó. Fue al Correo y mandó el telegrama de renuncia.
“Se juega la farsa de que somos un equipo, de que tenemos que ir todos para adelante, pero es un ambiente muy competitivo”, recuerda Magui. La competencia es contra otras islas y contra los propios compañeros. Como una suerte de reality show, en un call center el que mejor trabaja tiene las fechas de vacaciones que aspira y los descansos que nunca deberían ser rechazados. Los derechos laborales son premios.
Si uno sacara una foto panorámica este modelo de trabajo en equipo, de empujar en conjunto y de colaborar con el otro chocaría con la realidad. El escritorio en el que uno atiende los reclamos y escucha los insultos es un box que no permite la charla con el de al lado. Para aumentar más el aislamiento los llamados se hacen con un headset. Y el líder controla cada movimiento.
Semanas después de sus renuncias y un breve descanso, Magui, Mariano y Lourdes consiguieron trabajo en otro lugar. No volvieron a tener problemas. Los tres coinciden en que sólo volverían a un call center como último recurso, si no hubiera más opción en su vida.