Mi primera lectura de García Márquez fue en los libros de primaria, entonces tendría 9 o 10 años y en mi libro de lecturas aparecía ese párrafo fundacional donde se describe a Macondo como un pueblo mágico al que un día llegara un gitano llamado Melquíades que se paseaba por las calles con una piedra imán que era un verdadero prodigio. La plasticidad del relato, mi infancia y la imaginación me hacían ver las ollas y los demás utensilios de cocina corriendo tras el gitano que manejaba con pericia la piedra imán, y hasta podía escuchar el crujir de las maderas y contemplar el esfuerzo de los clavos que querían abandonar las puertas y los muebles que sostenían.
Pero entonces yo era muy chico y Macondo a pesar de sus piedras como huevos prehistóricos no tuvieron mayor relevancia para mí. Fue hasta la preparatoria, cuando me encargaron leer los cuentos de La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada que me empecé a interesar verdaderamente en el escritor colombiano. Recuerdo que esos cuentos venían en una edición de la editorial Hermes que me dejó impresionado: en la portada aparecían medusas, moluscos y nemátodos en color pastel y una foto del autor que no me pareció para nada una persona extraordinaria. Pero al leer los cuentos me quedé sorprendido. Debo reconocer que hasta ese momento mis lecturas sólo abarcaban, aparte de las novelas obligadas de Verne y de Salgari, las histerias de Poe, las melancolías de Chéjov y las ficciones descabelladas de Borges. Los cuentos de La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada fueron una linterna que me iluminó por el pasaje oscuro de la mediocridad hacia el valle luminoso de la imaginación, donde fundé mi residencia.
Fue en esos años que a un director brasileño se le ocurrió venir a filmar a Veracruz Eréndira, una adaptación de esa novela corta o cuento largo de García Márquez. Un amigo de Naolinco me dijo que estaban contratando extras para la película y que yo daba el tipo. Según él, iban a armar un circo y necesitaban gente para agarrarla de público. Yo, que había leído el texto sabía que requerían mucha gente para que hicieran fila en la carpa de Eréndira para dejarle empapado de sudor el lecho. La oferta, a pesar de la promiscuidad, se me hacía tentadora. Confieso que no pude ir a las pruebas para reparto, pero mi amigo jura que él aparece en una escena de la película donde todos están formados esperando con paciencia el cuerpo obsequioso de la muchacha. Me cuenta además de una mujer gorda y ridícula que andaban paseando por las calles y que al parecer era la abuela de la muchacha, nada menos que la misma Irene Papas.
La película pasó sin pena ni gloria, como varias de las adaptaciones al cine de las novelas de García Márquez. Pero a mí me pareció maravillosa esa fábula hecha imagen porque coincidía en mucho con lo que el texto me había dejado ver. Pero, sobre todo, nunca pude olvidar el cuerpo menudo de esa actriz brasileña, Claudia Ohana, que interpretó a Eréndira, ese cuerpo que después de Silvia Kristel, se convirtió en mi fetiche, acompañándome por las noches en tantos sueños húmedos.
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