HISTORIAS PARA CONTAR: Los pelagatos

José Ortiz Medina 

Éramos los pelagatos. Así nos bautizó el ahora escritor y poeta Irving Ramírez.

Y el apodo nos quedaba bien. Éramos los más jodidos entre los jodidos.

No había para comprar libros, y veces ni para fotocopias alcanzaba.

Así que la única esperanza eran los textos de la biblioteca de Humanidades de la UV. Pero sólo había, por lo general, tres o cuatro ejemplares. Y los pelagatos éramos más, muchos más.

Así que apenas el maestro o maestra terminaba la clase, como impelidos por un resorte, emprendíamos la huida hacia la biblioteca. Era un maratón callado, silencioso, pero discretamente veloz. Sabíamos cuál era la meta, pero nadie decía nada. Y al ver que alguien llevaba la delantera, apretábamos el paso. Finalmente, llegábamos al mostrador. El bibliotecario, a veces un señor bigotón o una frondosa señora, atendía a los esmirriados alumnos por orden de aparición. Sucedía lo de siempre: uno, dos o tres, se quedaban sin los títulos. Lo que seguía era una ronda de negociación. “¿Me avisas cuando lo termines de leer”?

Otra opción era cooperar para adquirir un libro, y turnarnos la lectura, sobre todo si el ensayo era entregado en dos o tres semanas.

Pero los pelagatos éramos felices, dueños de un futuro promisorio que algún día llegaría.