Kakistocracia en México: Cuando las mentiras y la corrupción se vuelven insostenibles

José Ortiz Medina / EN CORTO 

La historia nos ha enseñado que ningún régimen basado en la mentira y la corrupción puede sostenerse indefinidamente. La kakistocracia, ese gobierno de los peores, de los más ineptos, tarde o temprano se estrella contra la realidad. Se puede engañar a todos por un tiempo, pero no para siempre. En México, los escándalos recientes que involucran a gobernantes de Morena son una prueba irrefutable de que el discurso no basta cuando la podredumbre es estructural y la incompetencia, norma de gobierno.

Veracruz es un ejemplo de ello. Cuitláhuac García Jiménez dejó el estado con una estela de denuncias por corrupción, desvío de recursos y un gobierno autoritario disfrazado de austeridad republicana. Más de 280 millones de pesos en desfalcos detectados por el ORFIS, denuncias por manipulación de la justicia, y ahora, como premio a su servilismo, lo colocan al frente del Centro Nacional de Control de Gas Natural (Cenagas), como si gestionar energía fuera más sencillo que gobernar un estado.

En Sinaloa, el gobernador Rubén Rocha Moya enfrenta protestas y exigencias de renuncia por el descontrol de la violencia. Mientras tanto, la sombra del crimen organizado sigue presente en su administración, algo que no es nuevo en un estado donde la política y el narcotráfico han tejido relaciones peligrosas durante décadas.

Morelos sigue siendo el desastre que heredó Cuauhtémoc Blanco. De jugador estrella a gobernador fallido, su administración estuvo plagada de señalamientos por corrupción, vínculos con el crimen organizado y, ahora, una denuncia de su propia hermana por intento de violación. Si la impunidad tuviera rostro, bien podría ser el suyo.

En Sonora, el gobernador Alfonso Durazo se encuentra en medio de una controversia que involucra a su hijo, Alfonso Durazo Chávez, y al secretario de Bienestar estatal, Fernando Rojo de la Vega Molina. Según investigaciones periodísticas, el gobierno estatal habría otorgado beneficios extraordinarios a la empresa china Mainland Headwear, incluyendo la donación de un terreno de 150 hectáreas cercano a la frontera con Estados Unidos, designado como Recinto Fiscal Estratégico, es decir, una zona libre de impuestos. Lo que agrava la situación es que Rojo de la Vega funge como administrador único y gerente de dos filiales mexicanas de dicha empresa, además de ser socio del hijo del gobernador en otras compañías. Estas revelaciones han generado acusaciones de conflicto de interés y tráfico de influencias, poniendo en entredicho la integridad de la administración de Durazo.

Pero si hablamos de colapsos inevitables, Ana Gabriela Guevara es el epítome de cómo el discurso se estrella contra la realidad. Exvelocista, exsenadora, actual directora de la CONADE y presunta artífice de uno de los mayores desfalcos en la historia del deporte mexicano. Su nombre es sinónimo de corrupción, y los deportistas que deberían haber recibido apoyos terminaron mendigando fondos mientras el dinero público se esfumaba en contratos opacos.

Y en el centro de todo este lodazal, está la presidenta Claudia Sheinbaum, atrapada en la red de complicidades de un movimiento que, en teoría, nació para acabar con la corrupción, pero que en la práctica la ha perfeccionado. Sheinbaum no puede hacer mucho, incluso si quisiera. Porque aplicar la ley significaría desmontar estructuras enteras del poder que le sostienen, y en Morena, la lealtad al movimiento pesa más que el respeto a la legalidad.

La presidenta está maniatada por la política de su antecesor: no perseguir a nadie dentro del movimiento, aunque esté hundido en corrupción. La estrategia es simple: aguantar hasta la revocación de mandato, usar el discurso como escudo y evitar cualquier confrontación interna. Si Sheinbaum se atreviera a actuar con firmeza contra los suyos, pondría en riesgo la estabilidad de su gobierno antes de tiempo. Y así, mientras se protege la “unidad”, la podredumbre sigue extendiéndose.

Estos son solo algunos de los muchos ejemplos que ilustran lo que Michelangelo Bovero ha descrito como el destino inevitable de una kakistocracia: su propia incompetencia y podredumbre la hacen insostenible con el tiempo. Se puede disfrazar la corrupción con discursos progresistas, se puede culpar a la oposición, se puede controlar la narrativa en redes, pero lo que no se puede evitar es la implosión de un sistema podrido desde sus cimientos.

El colapso de la mentira no es cuestión de si ocurrirá, sino de cuándo. La historia ha demostrado que el engaño tiene fecha de caducidad y que cuando los peores gobiernan, el desastre no es una posibilidad, sino un destino seguro. La pregunta no es si estos gobiernos caerán en su propio peso, sino cuánto daño habrán hecho antes de que la realidad los alcance.