Columna Resiliencia Democrática
Crónica de un norte de Veracruz petrificado
Eduardo Sergio de la Torre Jaramillo
El pasado viernes viajé a Tuxpan, al Tribunal Unitario Agrario, para atender el caso de una ejidataria a quien un pequeño rufián pretende despojar de su parcela. Cuenta con la complicidad del comisariado ejidal y de un abogado de la Procuraduría Agraria. La víctima, una mujer de escasos recursos, fue demandada por la posesión de su tierra bajo un contrato de arrendamiento con firmas falsificadas: las de su madre, ya fallecida, y la de su hermano. Los testigos de esta farsa son exintegrantes del comisariado. Uno de ellos llegó a decir con cinismo: “Como está muy jodida, no tendrá ni abogado”.
No gastaron en su defensa: la Ley Agraria prevé que, si el demandante carece de recursos, la Procuraduría Agraria le asigne un abogado. Ellos se aseguraron de que fuera un funcionario proclive al despojo, un “especialista” en arrebatar tierras a campesinos de la zona norte.
Decidí apoyar a esta mujer bajo la modalidad “pro bono”, como se diría en el derecho anglosajón. Conocí a su esposo hace años y, además, crecí escuchando las historias de injusticia en el campo, pues mi padre trabajó 41 años y 3 meses en la extinta Secretaría de la Reforma Agraria.
La historia se repite: grupos que, bajo aspiraciones caciquiles, se enquistan en el poder. En este juicio, que ya roza los dos años, observé cómo el grupo que controla el comisariado desde hace tres administraciones ha manejado, a su conveniencia, más de 11 millones de pesos provenientes de la parcela escolar ejidal, dedicada principalmente a naranja y limón persa. Todo esto bajo el amparo tácito de la máxima: “A mí que no me digan que la ley es la ley”.
¿Qué encontré en el Tribunal Unitario Agrario? El desastre heredado por la reforma judicial: un mes de inactividad por la renuncia del secretario de acuerdos, más quince días de vacaciones. El rezago es monumental, y en nuestro caso no había un solo acuerdo desde abril. La “austeridad” ha llegado al extremo de asfixiar al Poder Judicial Federal, que ya ni para copias tendrá.
Sobre la ciudad, me pregunté: ¿qué es Tuxpan hoy? Un puerto petrificado. Su centro histórico luce igual que hace 28 años, pero con edificios deteriorados, un mercado municipal al borde del colapso y, lo más inquietante, rostros marcados por la angustia. Mujeres y hombres que viven con zozobra, miedo a los poderes fácticos ilegales y un pánico que les ha robado la alegría.
Luego fui a Poza Rica, al juzgado familiar. Allí, el personal regresaba de vacaciones. La escena era la misma que en cualquier juzgado del estado: hacinamiento, falta de espacio, exceso de trabajo y un presupuesto insuficiente. En Veracruz, los partidos políticos reciben más recursos que el Poder Judicial estatal; una práctica que data de los años ochenta, diseñada para mantenerlo sometido al Ejecutivo. Su presupuesto: apenas el 2% del total estatal.
Poza Rica, producto de la hiperindustrialización petrolera, fue una ciudad sin centro donde abundaban más cantinas que escuelas o bibliotecas. Hoy, el sindicato de PEMEX, antaño hegemónico, se desvanece junto con sus plazas sindicalizadas, cediendo espacio a nuevos poderes fácticos ilegales. Como en Tuxpan, la sociedad vive bajo un terror cotidiano.
Hace un año, en Papantla, se habló de drones, bombas molotov y petardos con clavos. Todo parece responder a la teoría del caos: desestabilizar para imponer un nuevo orden, sometiendo o cohabitando con el poder municipal. Veracruz vive su propia mutación política: ya no es el pistolerismo ni el cacicazgo tradicional, sino un híbrido donde los grupos fácticos ilegales ejercen poder político y económico, y mandan mensajes claros: ellos son el verdadero gobierno, y pueden doblegar al estatal y al federal.
La petrificación es general. En el sur, ciudades como Santiago Tuxtla, San Andrés Tuxtla y Catemaco llevan tres décadas sin desarrollo. Sus alcaldes, sin importar el partido, practican el nepotismo, patrimonialismo y cleptocracia. Son ciudades del “abarrote”, sin atractivo turístico ni renovación alguna.
Las preguntas son inevitables: ¿a quién conviene el caos? ¿Quién lo impulsa? ¿Cómo reaccionará el gobierno estatal? ¿Se petrificará igual que sus ciudades?
De regreso, en el monopólico ADO, recordé 1986 al ver un video del grupo Flans. Sonaban “No controles”, “Me enamoré de un fan”, “Las mil y una noches” y “Te vi en un bazar”. En aquel entonces se podía recorrer todo el estado sin temor. Hoy, los ciudadanos viven bajo un toque de queda autoimpuesto. Un Estado fallido dejó de brindar seguridad. La gran tarea: ¿cómo reconstruir el Estado en medio de este caos, sin ley ni autoridad que garantice orden y seguridad a los veracruzanos?





