Por José Ortiz Medina
Los derechos humanos son la base de cualquier sociedad democrática. No son un lujo ni un favor que conceden los gobiernos, y mucho menos un pretexto burocrático para justificar la inacción de las instituciones. Nacieron como una respuesta a los abusos del poder, a las atrocidades de la guerra, a la necesidad de garantizar que ningún ciudadano estuviera a merced de un régimen opresor. En México, la Constitución y los tratados internacionales han sido claros: el Estado es responsable de proteger y garantizar los derechos de todos.
Sin embargo, en Veracruz, los derechos humanos parecen haber quedado atrapados en un entramado de omisiones y simulaciones. La Comisión Estatal de Derechos Humanos (CEDH), que debería ser el bastión contra los abusos del poder, se ha convertido en una entidad dirigida por la misma persona desde hace casi una década, sin que los resultados respalden su permanencia.
Namiko Matzumoto Benítez asumió la presidencia de la CEDH en enero de 2016, durante la administración de Javier Duarte de Ochoa, con la aprobación del Congreso del Estado. Desde entonces, ha permanecido en el cargo con un bajo perfil, pero con números alarmantes. Veracruz, lejos de mejorar en derechos humanos, ha acumulado un historial de casos de tortura, desapariciones, ejecuciones extrajudiciales y abuso policial, mientras la CEDH se limita a emitir recomendaciones que rara vez tienen un impacto real.
En este tiempo, han pasado cuatro gobernadores: Javier Duarte, Miguel Ángel Yunes, Cuitláhuac García y Rocío Nahle. Cada administración ha tenido su propia cuota de escándalos en materia de violaciones a derechos humanos, y en todos ellos la CEDH ha jugado un papel secundario, sin capacidad de presión ni resultados tangibles. Como señaló Nelson Mandela, “privar a las personas de sus derechos humanos es poner en tela de juicio su propia humanidad”.
Uno de los mayores ejemplos de la falta de acción de la CEDH es la crisis en la Fiscalía General del Estado (FGE). En 2024, la Comisión emitió 123 recomendaciones por violaciones a derechos humanos, de las cuales 57 fueron contra la FGE. Es decir, casi la mitad de las denuncias por abusos en Veracruz provienen de la institución encargada de impartir justicia.
Bajo la dirección de Verónica Hernández Giadáns, la FGE ha acumulado señalamientos por el uso arbitrario del delito de “ultrajes a la autoridad”, detenciones ilegales, omisiones en casos de desaparición y hasta encubrimiento en temas de tortura. Sin embargo, la mayoría de las recomendaciones emitidas por la CEDH han sido ignoradas o simplemente rechazadas.
Si la CEDH ha documentado más de 57 casos graves de violaciones a derechos humanos solo en la Fiscalía, ¿qué ha hecho para garantizar justicia? La respuesta es evidente: muy poco. En un escenario donde la impunidad es la norma, la Comisión ha preferido mantenerse como un espectador pasivo.
Los organismos de derechos humanos fueron creados para ser autónomos, no para convertirse en oficinas de trámites sin consecuencias. Sin embargo, mantener a una persona en el cargo por tantos años sin resultados claros no es un acto de autonomía, sino de complicidad con el sistema.
¿Qué justifica que Namiko Matzumoto siga al frente de la CEDH después de casi nueve años, mientras los números de abusos y omisiones crecen? No hay ningún argumento válido. Ni la defensa de la independencia de la Comisión, ni la supuesta experiencia de la funcionaria. Los derechos humanos no pueden ser un botín político ni una agencia de relaciones públicas para encubrir a los gobiernos en turno.
En cualquier otra democracia funcional, una autoridad de derechos humanos que enfrenta cifras de abusos en ascenso y una fiscalía con récord de violaciones sería sometida a una auditoría, un cuestionamiento público y, en el mejor de los casos, removida del cargo. Aquí, en Veracruz, parece que basta con el silencio y la burocracia para sostenerse en la silla.
Los veracruzanos no pueden seguir permitiendo que sus derechos sean moneda de cambio en la política. La clase política, los medios de comunicación y la sociedad en su conjunto deben cuestionar si la CEDH sigue siendo una institución útil o si se ha convertido en otro engranaje de la impunidad institucionalizada.
Si en casi nueve años al frente de la Comisión no ha habido un cambio sustancial en la defensa de los derechos humanos en Veracruz, es momento de preguntarse si el problema es la institución o la persona que la dirige.
La protección de los ciudadanos no puede estar en manos de funcionarios enquistados en el poder. Veracruz necesita una CEDH que funcione, no un órgano decorativo que acumula expedientes sin impacto real. Y sobre todo, necesita que los derechos humanos dejen de ser un trámite administrativo y vuelvan a ser lo que siempre debieron ser: la última defensa del ciudadano ante el abuso del poder.